Alice in der land

Alice in der land

sábado, 19 de mayo de 2007

Old Fashioned E-Motion (Van en guardia)

El sol no penetra las rejas de mi ventana,

La noche en penumbras, aún sin amaneceres,
Podría haber caminado pero me sumí en el insomnio…

Ojos negros que solo piensan en la calle vacía,
Ojos negros que vuelven a ver esos caminos y caminar esta noche atrayente,
Casas vacías por ser pobladas,
Casas sin nombres,
Humanos que me desconocen,

Timbres que toco eternamente, suelos que piso,
Sueños que vuelo….

Maldita noche que no es eterna,
Mañana el sol quemará mi sonrisa y
¿Importarán los ojos vacíos?

Bussines is not distribuyed to the exterior;
Ella en su llanto sola en su habitación y yo en el mío.

La veo llorando acostada en la cama,
Leo mis letras y la veo escribiéndola,

La calle en silencio y yo sabiendo que mi piel se seca,
Sueños que amenazan con morirme eternamente,
Sueños que me hacen vivir,

Obsesiones que solo logran hacerme caminar calles vacías,

Manos que tocan caricias que se fueron,
Ellas llorando a la almohada
¿Cómo decirles?
Yo también lloro a mi almohada que hoy no sueña:
Hoy, oniria eterna de las obsesiones: carne de nada, frita, masacrada, carcomida, coagulada.

(envoltorio, fucking, perfecto, a un costado, acostado, casi, muerto, etcétera)

Body.

Girando verbalmente, como si fuera a provocar un encuentro,
Su mente girando reverbera,
Verborragia se esfuma.

Girando sobre sus pasos,
Pasos que aminoran el segundo,
Un pie sobre el otro,
Una palabra sobre la otra y
silencio.

Ocaso apesadumbrado por el silencio.
Ni siquiera un grito de corrupción de la angustia,
Tirado a un costado,
Gimiendo despacio,
Gritando fuertemente las palabras sobre los pasos,
Los pasos que se acrecientas y no aminoran el ritmo,
Suavemente el ritmo que golpea,
Los golpes sobre la marea que dejan en la escollera,
Sufragantes barcos a las luces del faro,

La luz que ilumina los pasos sobre la estela,
La playa y ella tendida,
Desnuda,
Mientras los pasos desdibujan su silueta.

Another Brick in the Memory (D.A.D)

El ruido, suavemente empieza a incrementar

Alrededor del ocreano, se deja solo una memoria
Las manos y una caricia
Dehame esa marca para mí
Dejate atrás para mí
Solo fue un recuerdo en la mente
Solo fueron recuerdos en la mente

No necesitamos de esto
No necesitamos control de la mente

Ningun saarcasmo de clase
Please let the childrens flow

Sonidos que gritan
Let the children flow

Solo fue un recuerdo en la mente
Solo, fue otro recuerdo en la mente

No necesito de esto,
No necesito del control,

Ningún sacarcasmo de esta clase,
Dejame sola, para seguir sola,

Hey, let the children flow
Uno a uno solo es, un recuerdo en la mente.

Cómo si la música empancipara toda esa agonía, las gitarras difusas, las melancólicas gitarras de ira, gritando en los tonos un recuerdo estúpido de lo que pudo haber sido, canturreando una compleja sátira de vida.

Volviendo.

Gritando.

Exclamando acorde.

No necesito nada de esto alrrededor mío.
No necesito que nada de esto me aclame.
Tu silencio, montado al recuerdo,
Para volver desnuda a todo,

No,
No necesito nada de nada.

Uno a uno solo fue, un momento en la mente,
Uno a uno solo fueron, recuerdos en la mente.

Va bajando, aminorando lentamente el difuso tono de la ira,

Adiós, mundo cruel,
Me estoy yendo hoy,
Adiós,
Adiós,

Adiós a todos ustedes,
No hay nada que puedan decir,
Para cambiar esta mente,

Good bye,
The end.

viernes, 18 de mayo de 2007

Total eclipse of the letters.

Un buen libro se lee a la luz de la luna.
Especialmente ella, que sabe que cuando sueña la refleja y escribe lo que va a leer.

Un punto, después de una de esas reflexiones qué muy bien no entiende.
-Hace mucho que no te veo –le dice.
-¿Será llena? –le pregunta.

Un punto, otro punto y otra vez al encuentro con la almohada, refljeándose en esa luz que es ajena, en esa luz que ilumina el sopor onírico, esos lugares que están en otro lugar del imaginario que dejará de ser imaginario años después.
Como incomprendido ahora, la luna que la refleja y no ve. Ahora no puede ver lo que verá, o lo verá como…
-Quiero ir al cine –dice, entre sus balbuceos caprichosos cotideanos.

Algo mullido la invita a pasar.
-Pase, señorita –Sofía para usted, replica.
Y pasa y se pregunta si quizás esto también será un sueño, escribir sobre un sueño, porque, porque…

-Soñar es como escribir, ¿vió? Como conversar contra nuestro reflejo omnibulando la conciencia y despertándola de a poco, como el humo del primer cigarro, entrando despacio por la puerta del cine, que no se puede ver cada noche, no hay libertad, no la hay –le dice.

¿A quién le dice?
Quizás vuelva a repetir esta conversación o quizás esté sucediendo, en este momento o en otro momento de otra persona. Por eso luego lee y se sorprende de leer sus palabras en boca de otro.

-¡Maldita sea! Alguien lo penso antes… -dice compungida.
-Pero es el conciente colectivo –le responde tranquilizándola, con una mano en su mejilla, como si comprendiera más que ella que no comprende lo que otros tampoco comprenden.

Comienzan a caer las lágrimas por sus mejillas. Repite el discurso que fue de otro, la filosofía ajena que ahora es de todos y ella la pensó antes de pensarla.

Él, le da un pañuelo. Un pañuelo que se empieza a endurecer y toma formas, se alinea, se dobla mientras ella lo desdobla y lee: No hay diagnóstico.

Mira a los astros. Piensa en los viajeros que también los miraron y pensaron en ella pensándolos.

-Sofía, basta de lo mismo –le dice él.

Pero ella sigue, entre lágrimas que dejan de ser lágrimas, personas que dejan de ser cocodrilos y ahora son escritores, que escriben lo antes pensado, que piensan lo que vendrán a pensar otros, que leen lo que otros leerán sorprendidos, de haberle dicho a Sofía basta, basta de viajes, volvé a poner los pies sobre la tierra de una vez.

Le dicen.

Y escriben un punto, quedando eclipsados para siempre entre estas letras, cuando no ven los astros, cuando no ven la luna, cuando ellos más bien los observan, como riendo de a poco, como volviendo a lo mismo,

Como otra vuelta de tuerca.

Punto.

jueves, 17 de mayo de 2007

The Return to Oz (Delirium and Silence II)

Tal vez rememorando ese instante, perdió la noción del tiempo y a otra cosa.
El tiempo era una noción, un recuerdo que tuvo otro.
La fatiga de que no pase. ¿Y si pasaba? Pase, al otro mundo.

Hubiera sido un infierno, porque ella no sentía frío al no llegar tarde.
Ella solo sentía. Sus pensamientos, al borde de la respiración. Sus pensamientos más rápido que esa respiración que sabe se da cada tantos segundos y, en un segundo, ya no se daba nada porque tampoco sentía su cuerpo.

El sol se había congelado para siempre. No pasaba. Ahora volvía ahí. Ahora no, no hubiera habido ahora cuando no hubiese tiempo. Ahora volvía a dónde podría haber sido Oz, pero todo estaba congelado. La gente se había convertido en estatuas.
Si tan solo un extraño cantara la canción de los sueños de otro. Y, quién sabe, la hubiera cantado, cuando sí había tiempos, en otros mundos de Oz.

La que poseyó todo no fue una bruja. No. La bruja fue el tiempo, el tiempo que tomó a la percepción y la masacró. El caos de la creación.
Supongamos que por un insante, supongamos que por ese tiempo, no hubiera habido tiempo. Supongamos que por un insante nos hubieramos detenido. Allí, al borde de la creación.
En ese insante en paralelo, porque, todavía seguía Oz, en el consciente colectivo.
Pero ella se había disociado. Ahora su mundo comprendía ese mundo. El reloj no era un reloj sinó el asesino del espacio-tiempo. El reloj tomaba formas, vidas, figuraciones. Se iba de sí.

Ahora no había ahoras. Ahora era tan solo una palabra en la amenesia del tiempo.

Había caminado quién sabe cuantas leguas, porque es así, sin tiempo los zapatos solo se rompen con el paso de algo, no se sabe muy bien qué, se cree que el paso de un mundo al otro, que se da en un punto en el que hay una nada, un punto en el que se anula todo menos la conciencia. Somos concientes cuando hay un trayecto, dos puntos de una línea, pero ahora no lo había.
¿Tampoco habría conciencia? Quién sabe, la conciencia elude al tiempo, es más bien un back al punto 0.

La gente no tenía relojes porque la gente dejaba de ser gente. Ahora eran estatuas en un mundo en simultáneo, en el que pasaba todo a sus ojos en los que no pasaba nada, porque los maniquíes se movian, las siluetas aparecían y desaparecían en esa nulidad profunda, detrás de su respiración que ya no sentía, porque en Oz no se siente una viva. Una es un Ser. Una es. Una no está. Solo es.

Ser, atemporal.

Entonces se dió cuenta. Habían masacrado a Oz. Estaba disociada de Oz. Estaba lejos de allí. Había llegado en donde antes de Oz. Había llegado al punto de la existencia, ahí en donde debería de comenzar todo a crearse, a alinearse y tomar forma, pero ¿cómo comenzar sin un comienzo?

Porque no había tampoco preguntas.

Se encontró con ese lugar. Sintió que allí había gente que sí había estado en Oz. Espiritus desaparecidos, que jamás habían vuelto.

Pero fue así como entonces, ella creyó que volvía, entre gritos desgarrados de desesperación, inyecciones y llanto frustrado de no seguir hacia delante cuando ya no había trayectos.

Creyó que volvía hasta que le dijeron que habían pasado tan solo quince días.

Sintió que esta vez sí, volvía a antes que Oz, porque no, no había percepción del tiempo, quince días habían sido un infinito y su cuerpo, fatigado, reclamaba voluptuoso la vuelta del reloj que deshizo, buscando las horas.

Ahora, es demasiado tarde para convencerla de que ese mundo es un delirio.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Nutrición de la inspiración. J. Cortazar, ojalá te conociera, mi vida...

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

martes, 15 de mayo de 2007

Cat Walk

Sumisa,
Sobriagada por la perturbante caricia lejana,
Dispersa entre los pétalos versados.
Se levantó, fue hasta el fuego a calentarse.

Silencio.
Su cuerpo monta la industrial pasividad,
Agresividad atenuada por su mente besando la nada,
Nada sobre sus susurros,
Palabras perdidas al aire.

Camuflando instantes,
No puede decir que no, excepto a él,
Para que la música subyuge sus fantasías y comenzar a rozarlo en versos,
Los roces, a la caída del murmullo,
Los murmullos en su mente,
El piano de fondo,
Los teclados dispersos,
La continuidad de los sonidos embriagados,
La rapidéz de los trazos,
Atenúen la agresividad, les susurra entre dientes,

Las caricias que dejan de ser caricias,
Las manos que ahora desgarran la asfixia,
La gata maullándole la negación ficticia.

Final del juego

Momentáneas calumnias o versos impuestos,
entrelíneas desea, el árido cuello.

Damas vestidas de oprimidos pescuezos,
calumniando de Sade dioses,
o dioses celestiales, máquinas de corromper,
aires de omniscencia,
perecederas utopías de ilusos,

Jáques al Rey.

Sin Street.

No lo cree. Parece que la oniria traspasó la puerta, para embelezarla en ese sueño y que no vuelva. Los zapatos añejados de tanto caminar sin rumbo. El sueño que observa la puerta. Direcciones que se entremezclan con números, números que se entremezclan con nombres y así, sucesivamente.

Cuando salió esa noche le pareció normal, un cielo color grisáceo, algunas nubes escondiendo impunes la cruz del sur.
No sonaba el tintinéo clásico de las llaves en su bolsillo. Un olvido irremediable, un olvido pasajero que se disfumaría en cuanto vuelva. Timbre, permiso, y pase, como siempre.
Si no fuera porque faltaban algunos minutos para que haya alguien y la noche se veía inocente de un modo casi macabro, como ocultando en su espesor a las estrellas, perdiendo el rumbo de lo inaudito, rumbeando los números y los nombres.

Salió.

En línea recta, algunas cuadras, por la calle Camilo Cavour. La casa a 5 cuadras, a la altura del 3000. Nunca supo que había más allá del 4000, algo la hacía doblar antes, un miedo recódnito a seguir, como si allá en la esperura, en la obscuridad de los números, algo siniestro desdibujara la orientación.

Sigue, línea recta hasta el 3700 y dobla, a la izquierda. Alguna calle de esas de las que desconoce el nombre, de a poco tornándose más humildes, añejadas por el tiempo.
Pasa, desapercibidamente, por la casa de Virigina. Hasta que repara en esa calle que era, más o menos, conocida, esas lilas en la esquina, "La esquina pintorezca" y la recuerda a Virginia. Otra vez el secundario, un flashback momentáneo.
Retrocede.
La casa de Virginia, sí, era esa, la del cartel en venta.
¿Qué habrá sido de ella?

Supone que ahora ronda las ciudades, con los zapatos añejados, si tan solo tuviera el teléfono para decirle que había encontrado la casa y pensado en ella.

Entonces dobla, nuevamente y en la esquina, a su izquierda.

Sigue caminando, unas 6 o 7 cuadras.
La zona se torna obscura, como inaudita, misteriosa y lujosa o carente de ello, pero más bien siniestra, poco familiar.
Un miedo le supone la necesidad de volver, ya había pasado el tiempo y era hora del permiso, pase.

Dobla, a la izquierda. Unas 4 cuadras sin nombre y una calle obscura, por demasía. Los faroles rotos, las casas de chapa, sin nombre. Casas del anonimáto, escondida tras el halo de luz de luna.
Se pone a pensar en Virginia y de repente se da cuenta de que está perdida. Debería estar cerca, sí. La casa de Virginia cortaba la calle de ella, estaba más o menos a cuatro cuadras.
No.
Estaba a cuatro cuadras, más o menos nada.
O sea que estaría en su calle, por ahí, al 4400.

¿Así que ese era el secreto que ocultaba Camilo Cavour?

La pobreza, detrás del lujo que la avergonzaba.

Decididamente vuelve, quiere retomar el calor de su hogar. Ahogar la angustia con las estufas que ellos no tienen, consumir el trago amargo del calor sobre su cuerpo, las frasadas que ellos no tienen, las heladeras que ellos no pueden vacíar porque no hay con qué.

Apresura su paso, temerosa, como si la casa se fuera a disfumar.

Una cuadra, dos cuadras, tres cuadras y una calle que corta.

Un nombre extraño.

Hill.

¿Acaso Cavour no era lineal?

Dobla para la derecha y se encuentra con 2 de Mayo.

Sigue, una cuadra derecho por 2 de Mayo.

Dobla hacia la izquierda, de nuevo a su Cavour, a las amadas casas pintorezcas, escondidas del horror de lo que Camilo oculta.

Ahí, ahí se fija el nombre y se encuentra con Ministro Brin.

Se siente mareada, el frío recorre su cuerpo, el hambre le avisa que no tiene heladera y que retroceda, que vuelva a ese barrio que ahora le pertenece a todos los que perdieron a Cavour.

Ojalá recordara alguien su teléfono celular.

lunes, 14 de mayo de 2007

The Return of Dorothy to Won der Land (Part I)

Una los ve, en su color endemoniadamente rojo, con los brillos que castañean los dientes, amenazantes, pero así, como inocentes en paralelo, como si ella se levantara con los zapatitos puestos, de ese rojo que no es solo rojo pero tan puro y embelezante que ya no puede dejar de nombrar ese lugar.
Cuando uno se los pone no tiene idea que regresas a casa, hasta calzartelos nuevamente y que ellos hablen, sin olvidar que la memoria es la que no olvida.
Por entonces, y entonces todos los médicos te miran extrañados. Como si un remolino hubiera revuelto la habitación, y ese terremoto hurgado los pisos, ese remolino transportado hacia algo que no entienden (pero ella sabe que fueron los zapatitos rojos) mientras una les nombra un lugar que, hablando en un fervor verborrágico clásico, de las creaturas de lo que…

… supongamos que se llamaba Oz.

Supongamos que ella tampoco se llamaba como se llamaba.

Un día salió a esas calles, un día vulgar de calor de verano, de la mano de un novio que no era novio, en una calle que aprentaba ser una simple calle.
Vió los zapatos en varios lugares hasta que vió ese par. Era único. No porque lo fuera, sinó porque particularmente brillaba, como hablando, como pidiéndole que fuera ese, ese par rojo brillante, ese par que le recordaba a un lugar que no conocía muy bien.
Llegó a su casa y los dejó en una caja bonita, cuidándolos de la tierra desconocida.
Cada día abría el armario, viendo como la llamaban con su resplandecer fulgoroso.
Cierta vez decidió ponérselos para salir a caminar, por las calles que aparentaban ser un solo rumbo, una sola callecita de Buenos Aires, por ahí perdida. Caminó y sintió como si la llevaran, imantados a otro espacio, como si lentamente o de golpe, empezaran a pervertir su mente, como si los brillos empezaran a brillar arriba, diciendo quién sabe cuantas cosas, bajando información como si el download de la pc estubiera sobrecargado y se hubiera roto y de repente la catarata de palabras.

Catarsis, le decía ella.

Normalmente los zapatos hacen eso cuando una los usa. Cada pisada es un cúmulo de palabras y, estos mismos, se convierten en ideas que se entrelazan, como hipercarburando hipótesis.
Pero estos no.
Había algo en ellos, ella no sabía muy bien qué hasta que pasó.

Los abandonó.

Decidió dejarlos ahí a un costado. Abría el placard ignorando su fulgor, haciendo como si nada, como si hubiera decidido de una vez por todas que viviría la realidad, sin saber qué era la realidad.

Salió a caminar como de constumbre, con sus borcegos, acallando la ciudad de gritos y furia, caminando rápido, como escapando de algo cuando el sol dio sobre sus cabellos que empezarona resplandecer, lentamente, como los zapatos. Sentía que le hablaban desde un rojo fuego, una voz trascendente por su cerebro, los labios de una ciudad que conocería.

Claro, conocer conocía gente, pero de repente comprendió sus tantas preguntas.

¿Cómo conocemos el pensamiento simultáneo a la dialéctica?

Fue a su casa. Los vió ahí, centellando más que nunca, fulgorando como el fuego quemando mentiras, centellando para atraparla, para pedirle que se los ponga, y lo hizo, decidió conocer Oz.

Salió a la calle, como de constumbre, pero había algo inusual en la gente. Sus palabras. Podía leer los pensamientos, podía ver la transparencia, como la vidriera que encerraba los zapatos, los cuerpos encerraban la mente y la mentira de la palabra. Entonces todos comenzaron a vomitar pensamientos, a hablar rápidamente de lo que pensaban, no con tiempo, el tiempo se había borrado, no había tiempo en Oz, los relojes se habrían detenido en el momento en el que los zapatos la poseyeron.

Las miradas de la gente eran la transparencia de sus intenciones. Sentimientos, fervientes, transparencia del gesto, esos gestos que se ocultan tras el ficticio de los deshonestos, esas palabras que ahora no eran palabras, eran pensamientos puros. Podía leer la mente.

Entonces lo supo, supo lo que pasaba luego. La ciudad la consumía, la ciudad embrabecida miraba la noche y desnudaba las calles, mientras las cárceles eran la vida de uno, uno encerrado en los otros, en lo fícticio de las falacias de quienes no se transparentan, la corrupción del Ser.

Tomó los zapatos, que ya habían cobrado vida propia e intentó hacer “Tac-tac-tac” pero no volvía, sencillamente la habían encerrado ahí, en el mundo de Oz.
Desesperada salió a correr por entre las calles, entró a los lugares y testeó la transparencia, como si fuera un empleo, podía ver las intenciones ocultas.

Con esta sí, con esta no y los zapatos que parecían pegados, la horma a su piel, la suela a sus tobillos.

Pero el tiempo, el tiempo que se había detenido, la hora que miraba y no pasaba, los zapatos que ahora están ahí, fulgorando y centellando, mientras la Pc sigue diciendo la misma hora y ella les habla a los médicos de Oz, que no entienden, que cómo explicarles que el reloj se detuvo, que le quiten o no le quiten los zapatos, los zapatos ahora son más que zapatos, son un reloj detenido en una hora en la que ella puede ver, la transparencia del alma.

domingo, 13 de mayo de 2007

Circular con precaución, Warning y prohibido tocar.

Pudiera haberla conocido ahí, en el 2005 si solo el lapso del tiempo su hubiera salteado una semana quizás y no hubiera conocido a Salomé y podría haberse ellamado Lorena y no Cecilia. Pero todo vuelve, me dice con una copa en la mano, mientras la inclina y la bebe, recordándome que todo el tiempo vuelve, como si fuera cíclico, de nuevo meterse a la cama cuando las enfermeras apagan las luces, eso dice la loca.
Yo le preguntaría si no fue una cuestión de azar. Cuestión de azar querida, nada más.
Pero ella me cuenta con una copa en la mano y me pide que la vaya a visitar, que también es de zona sur, otra cuestión de azares, otra cuestión de casualidades y ella niega con su cabeza y dice causa. Pero si por ahí se hubiera salteado un mes y qué cuando pasamos por ese río, otra vez el de ja vú, no solo el río no es el mismo sino nosotros no somos los mismos.
Pero todo el cíclico, ¡caramba! dice golpeando la copa sobre la mesa y yo la miro con ternura como explicándole que no, que ella es cíclica y yo no porque yo me acuerdo de Lorena y Solomé, pero podría bien haberse llamado Cecilia y yo Solomé.
Porque, ¿viste? Cecilia me contaba siempre, de Lorena y Solomé, justito cuando yo me fui la dieron de alta, de nuevo a la felicidad y yo entré, Bienvenido al Borda, ahí para primavera, con toda la coersión preparada, los azulejos rosas y las flores de papel pegadas en la pared, como si uno fuera feliz entre azulejos rosas y viera las flores tapadas por las paredes, flores de papel como para no llorar.
Entonces la ví, mientras cantaba esa canción y ella, ella ahí sentada, haciendo tarjetas y me regala una y me cuenta que Lorena y Solomé, que ella se metía en su cama.
Entonces se vuelve, a dormir, y yo, que podría ser Lorena, me meto despacio en su cama, pasando mi mano por sus brazos, arropándola entre su peluche, que el mío después fue un perro marrón pero podría haber sido ese eso. Y ella no se niega, juega como jugaban ellas otras, las otras, pero parece que el tiempo ahí se equivocó y faltó un mes o… dos años, quién sabe.
Porque el amor es maravilloso pero la histeria es el cenit de toda mujer falta de mujería o en exceso de. Y por eso la dejo, llorando a mares, insistiendo en amarme cuando no hubo confianza y eso es no haber respeto, no, eso no es amor.
Entonces pasa el calendario y me encuentro luego, dos años después, sentada en la cama, contándole esta historia a una mujer, sin copas en la mano, diciéndole que tuve una vez una novia, sensible y tierna pero tan histérica.
Y me dice que su nombre es Lorena y que estuvo con Salomé y el tiempo se salta porque después siento un cuerpo sobre mi cama y la enfermera ríe un poco, sin saber ni del tiempo ni de las coincidencias ni de la boca entreabierta que viene después.
Pero qué me habré tardado tanto que vuelvo, otra vez a hurgar por ese lugar, a ver quién está entre mis sábanas y la veo, cayendo de nuevo, como si pudiera haber sido Cecilia, quién sabe, pero es Lorena.
Me quiere besar, como pidiéndome que me quede, gimiendo la necesidad. Y yo, el río no es el río o quizás el río se mantuvo río, con otro nombre, podría haber sido el Sena y yo que me ahogaba. Podrían haber sido las callecitas de Arenales y yo cantando de nuevo esa canción que les canté a ambas, sin saberlo y el mismo diagnóstico y las mismas manos que no eran manos, eran minas en un campo desierto y entonces, entonces toma el trago entre sus manos y mueve la copa y me dice que no es casualidad.
Y yo le digo que el río no es el mismo y que tampoco yo y que no la besaré porque no, porque cambian las aguas, digo, cambia el curso. Titubeo como queriendo escuchar el tránsito, como viendo sus amenazas explícitas, sus besos contra mi mejilla suplicando, su fervor tan frágil, evidentemente amoratado por los años, casi la misma edad. Podría haber tenido 35 pero tenía 31, y es un lapso del tiempo, cuatro años o dos años y qué cuanta gente pasará por el Borda, digo, como si fuera así de sencillo una casualidad como esta pero menos sencilla es Ornella, preguntando de qué color es el cielo, aprendiendo a escribir cursiva de nuevo, con el mismo color rubio en los cabellos de la infancia, adivinando cuales eran mis dibujos y Ornella, que también podría haberse llamado Natalia me espera, sentada en la calidez del hogar.
Y supongamos que la copa tendría razón, que es cíclico y mi Ornella podría haberse llamado Natalia y Cecilia, Lorena, y yo, Salomé y entonces Ornella no se llamaría Natalia y el círculo se quiebra y no estamos predestinadas para esto Lorena, ¿entendés?
Por Ornella, que es en simultáneo.
Qué Cecilia por ahí ya se fue, ya se hundío en el Río.
Y Lorena asiente, como ida, como si ya se fuera, como si cruzara la calle, sin mirar, sin que le importase nada luego de mi explicación, sin comprender que por ahí el tiempo pero que si el tiempo entonces yo no podría ser Ornella cuando niña. Entonces yo tampoco podría ser Salomé. O Natalia y Lorena pero eso ya no es cíclico. Eso es otra cosa, ¿comprendés mi vida?

Se lo intento decir, mientras las gotas de lithium corren por sus venas, sin saber que hacer, hablando con el tío de Ornella y explicándole que no entiende, que ahora al tío le pasó lo mismo que a ella y que Fernando podría haber sido Lorena. Fernando mira a Natalia como poseyéndola con la mirada, como si hubieran tomado una misma pócima y Natalia que se va, dejando ahí a los inocentes, sin mordidas en el cuello mientras toca los cabellos de Ornella, mágica e irresistible, los búcles en sus puntas, la infancia en los sueños y de qué color será el cielo pero ahora ella le responde, sí, ahora tiene quién le responda.

El círculo roto del tiempo, que podría haber sido Natalia, si no la hubiera conocido a Natalia.