“Mom, don’t call me” –se said.
El sonido pendular del reloj dando la hora exacta. El aire a anís o solvente. Aspirando aroma a Davinoff. Subir sus medias de red, el escote que atestigua turcos deseos de las miradas que en paranoia iban buscando los gemidos. Alcohol en sus venas: Novecento. Labial amatista. Rimel de Revlon. Su boca entreabierta, jugueteando con la respiración que no estaría mañana porque él la espera puntual pero ella siempre llega tarde. Cortesía, dice.
Salir a una hora inexacta porque el tiempo nunca importa demasiado. Es una de esas pocas cosas que se siente como traspasando la ráfaga de viento que da un dejo de promiscuidad a su rostro: el cabello cayendo sobre su boca, la lengua palpando el intricado sabor amargo. No es solamente por el pelo, sino porque su último cliente disparó exhalando sobre sus senos descubiertos.
Amanda, se llamaba Amanda para la altura de este texto.
Salía por la noche, quizás fue una gota de cianuro en el Blue Curassao o un disparo mudo sobre el silencio de esa noche luego de los gemidos quebrando la luz tenue de Buenos Aires cuatro am. Solo sabía que al levantarse los gemidos de Amanda eran el reloj de una iglesia dando las últimas campanadas. Las aves volando en sus aladas blanquecinas libertades en búsqueda de escapar del exacto momento en el que el vuelo quiebra la ráfaga en el pelo de Amanda.
Sin sangrar. Los ángeles no tienen sangre pero tampoco levantan vuelo por encima de Dios.
Él sabía. Ella sabía. El infierno o el paraíso eran rojos, ambos dos o la última mirada que acababa con el líquido de la gamabutirolactona sobresaliendo el deseo.
Los ojos desorbitados de Amanda y el cuerpo reviviendo blancas pieles impregnadas del nombre fantasía o perecedero silencio del reloj que ya no habría de dar las 12. Esposas, muñecas, esposas que podrían ser muñecas o brazos encarcelados y cinceles sobre el cuadro desmontado de montar a Amanda mientras ella, ficticiamente, gime y sus garras rojas penetran a Dios y la respiración se acaba y continúa bombeando la sangre, silenciando las rosas que se clavan en su pecho y bebiendo el elixir en las paredes rosáceas que acuñan su nombre.
Suena el reloj del cementerio, el cadáver vestido de negra gasa, azulados cabellos, rojos labios, muerto nombre. Podría ser el final de una novela o tal vez presidiario necrofilico-morbo-cuerpo-sexo-tiempo fruto del destino final.
También podría ser Amanda amamantando con cianuro y sus pechos rebosantes aniquilando el semen de él dentro de su cuerpo muerto.
O quizás solo un sueño y ella muerta hasta que camine sobre sus párpados para besarlo y decirle que llore las caricias en celo.
Se da vuelta cuando amanece y el aroma a perfume deja el estigma de una noche de sexo. Descuartiza el cuerpo. Mira el frasco. Aún hay una última gota en tu sangre corroyendo tus cabellos. Penetrar el cuerpo tieso. Mirar el silencio.