Alice in der land

Alice in der land

miércoles, 17 de enero de 2007

Luna y Sol: estrellas mundanas.

Despertaba a la hora justa, confusa en aquel aire que ya no corría entre las paredes.
Agudizaba presencias en su oído, para cercionarse de estar con ella. Dando pasos en la libertad perdía el tiempo. Hallándose mirando perpleja las manos que no conocía.
Tocando las pieles que no irigan, su amada ella.
Pasos entre el piso atérmico.
Levantó la vista. La casa siempre fue pequeña de día. La invandió la aplomante desolación. Ella parada en la casa grande para ella. Los pisos hediondos y ella grande para la casa pequeña. Los tacos sobre el piso quebraban el marmol, las pieles que no irrigan su amada ella.
Caminó hacia el espejo mirando perpleja la figura disociada. Acercó la yema de sus dedos al reflejo, clavándo las uñas a la ausencia. ¿Cómo vivir en la casa grande? La imagen en el espejo no contestaba, solo miraba. Bajó el iris hacia los azulejos blancos, el único lugar de la casa pequeña en donde podía leer: el silencio del baño. Levantó los ojos y su imagen aún la miraba. Los ojos se miraban y comprendían en silencios.
Recordó los ojos de su madre. Volvió a la imagen en el espejo con la seguridad de que los ojos reflejados no tenían el odio materno. Miró sus manos nuevamente. No golpeaban como siempre creyó que golpeaban. No pudo recordar las manos de su madre, tantas veces violando la piel parda e hiriendo la piel que eriza.
Sus manos no golpeaban. No eran las de su madre. Oyó su respiración, entreabrió los labios y oyó la voz que no expresa; silencio.
Los pies que caminaban sobre las baldosas de la casa grande eran suyos.
La suciedad de sus pies culpaba su negligencia. Miró la planta de estos, debía bañarse. La hora tardía. Debía bañarse. Izó la vista a ella: las paredes.
Daria; el mundo por el realismo de la fantasía; crueldad innata contra la carencia del intelecto.
Las paredes estaban plasmadas: daría el mundo por nos(otros).
Volvió a mirar la suciedad. Había caminado y en el cuarto no se podía respirar. Volver a irse a ver su imagen sobrecargada de tacto de violencia; la humillación. Tiempo constante en movimiento, minutos más, segundos menos del ayer, vidas más que faltan.
Quería que transcurra el tiempo y sentarse absorta en la soledad de ella, su cerebro.
Entreabrió nuevamente sus labios: tampoco podía confiar en él.
Él hombre al que siempre le habló, su único amigo, no era real. Los silencios hacían el amor con su mente, a travéz de su soledad. No era real. No sabía cuanto había en su amigo que ella hubiera descuartizado: ideas que eran de la casa chica, paredes violetas sucias y añejas. Le habló nuevamente. Dio la orden de respirar. Obedeció.
La invadió la hoja de una navaja sobre su piel irrisoria. Sangre que era de ella, dolor del oxígeno que no se filtra en las ventanas, mandatos cuádruples para dos personas.
Solía no derramar lágrimas a su mente. Guardaba las utopías para su imaginación, crear y destruír imperios que demuelan el imperio que mata. Solía guardar agua para las lágrimas en su cerebro: físicas.
Volvió a murmullar suave, que la casa era demasiado grande y la ausencia de ella violaría nuevamente las paredes, que el piso estaba sucio y sus pies no entraban en la casa chica. Su cerebro no respondió. Su mente miraba perpleja el tiempo.
Tensó su vientre y preguntó al silencio ¿me amas?
El aire seguía sin oxígeno. Miró al piso y cuestionó a su hombre si la amaba. Él escribía estas letras, apoyando manos ficticias sobre el silencio. Él rompía el desamor del aire sin oxígeno, para volver a dejarla confusa; el cerebro sabía que era ella a quién amaba, acariciaba sus fauces que desgarraban gritos de violencia.
La luz dolía a los ojos. Levantó su vista; daria lo que fuera. Gritó exhalando asfixia a su mente, si la amaba. Voces que no necesitaba oír. Su amante, ella.
Mente y cerebro en un rugido atemporal de discursos perdidos, la imagen de la razón es la única a la que la voz corroe. Hacer el amor en costados del mundo para corroer las paredes octogonales del universo que no saben hacer el amor a los pobres sedientos y hambrientos de hoteles cinco estrellas.
Su mente enamorada de su luna, ella en los ojos del telescopio.
Su cerebro soslayando el sol por el alba, en colores ocre que enceguecen las perlas obscuras; el sol perdiéndose al rayar el ocaso, pasión de rojililas que se irán en segundos para volver mañana, luego de hacer el amor con la luna y enceguecerse nuevamente con el sol que duele.

Afuera de las seis paredes de su habitación había rugidos de civilización que tanto odiaba. La acidéz de su estómago no pasaba comida alguna. Dejaba pasar tiempo en la espera de desaparecer el afuera que quiebra fragilidad y belleza. Esperando postrar sus ojos sobre un insantante de atardecer antes de que se vaya, para hacer el amor con la luna y perderse entre el negro de casas ajenas, habitando fantasías del no mundo, soledades que el no mundo quiere, soledades que a su amante condenan:
La luna ella sola, rodeada de estrellas amenazantes con no brillarla, la luna esperando tocar al sol que volverá del otro lado del mundo en el que las estrellas se refugian tras la luz.