Un buen libro se lee a la luz de la luna.
Especialmente ella, que sabe que cuando sueña la refleja y escribe lo que va a leer.
Un punto, después de una de esas reflexiones qué muy bien no entiende.
-Hace mucho que no te veo –le dice.
-¿Será llena? –le pregunta.
Un punto, otro punto y otra vez al encuentro con la almohada, refljeándose en esa luz que es ajena, en esa luz que ilumina el sopor onírico, esos lugares que están en otro lugar del imaginario que dejará de ser imaginario años después.
Como incomprendido ahora, la luna que la refleja y no ve. Ahora no puede ver lo que verá, o lo verá como…
-Quiero ir al cine –dice, entre sus balbuceos caprichosos cotideanos.
Algo mullido la invita a pasar.
-Pase, señorita –Sofía para usted, replica.
Y pasa y se pregunta si quizás esto también será un sueño, escribir sobre un sueño, porque, porque…
-Soñar es como escribir, ¿vió? Como conversar contra nuestro reflejo omnibulando la conciencia y despertándola de a poco, como el humo del primer cigarro, entrando despacio por la puerta del cine, que no se puede ver cada noche, no hay libertad, no la hay –le dice.
¿A quién le dice?
Quizás vuelva a repetir esta conversación o quizás esté sucediendo, en este momento o en otro momento de otra persona. Por eso luego lee y se sorprende de leer sus palabras en boca de otro.
-¡Maldita sea! Alguien lo penso antes… -dice compungida.
-Pero es el conciente colectivo –le responde tranquilizándola, con una mano en su mejilla, como si comprendiera más que ella que no comprende lo que otros tampoco comprenden.
Comienzan a caer las lágrimas por sus mejillas. Repite el discurso que fue de otro, la filosofía ajena que ahora es de todos y ella la pensó antes de pensarla.
Él, le da un pañuelo. Un pañuelo que se empieza a endurecer y toma formas, se alinea, se dobla mientras ella lo desdobla y lee: No hay diagnóstico.
Mira a los astros. Piensa en los viajeros que también los miraron y pensaron en ella pensándolos.
-Sofía, basta de lo mismo –le dice él.
Pero ella sigue, entre lágrimas que dejan de ser lágrimas, personas que dejan de ser cocodrilos y ahora son escritores, que escriben lo antes pensado, que piensan lo que vendrán a pensar otros, que leen lo que otros leerán sorprendidos, de haberle dicho a Sofía basta, basta de viajes, volvé a poner los pies sobre la tierra de una vez.
Le dicen.
Y escriben un punto, quedando eclipsados para siempre entre estas letras, cuando no ven los astros, cuando no ven la luna, cuando ellos más bien los observan, como riendo de a poco, como volviendo a lo mismo,
Como otra vuelta de tuerca.
Punto.
Especialmente ella, que sabe que cuando sueña la refleja y escribe lo que va a leer.
Un punto, después de una de esas reflexiones qué muy bien no entiende.
-Hace mucho que no te veo –le dice.
-¿Será llena? –le pregunta.
Un punto, otro punto y otra vez al encuentro con la almohada, refljeándose en esa luz que es ajena, en esa luz que ilumina el sopor onírico, esos lugares que están en otro lugar del imaginario que dejará de ser imaginario años después.
Como incomprendido ahora, la luna que la refleja y no ve. Ahora no puede ver lo que verá, o lo verá como…
-Quiero ir al cine –dice, entre sus balbuceos caprichosos cotideanos.
Algo mullido la invita a pasar.
-Pase, señorita –Sofía para usted, replica.
Y pasa y se pregunta si quizás esto también será un sueño, escribir sobre un sueño, porque, porque…
-Soñar es como escribir, ¿vió? Como conversar contra nuestro reflejo omnibulando la conciencia y despertándola de a poco, como el humo del primer cigarro, entrando despacio por la puerta del cine, que no se puede ver cada noche, no hay libertad, no la hay –le dice.
¿A quién le dice?
Quizás vuelva a repetir esta conversación o quizás esté sucediendo, en este momento o en otro momento de otra persona. Por eso luego lee y se sorprende de leer sus palabras en boca de otro.
-¡Maldita sea! Alguien lo penso antes… -dice compungida.
-Pero es el conciente colectivo –le responde tranquilizándola, con una mano en su mejilla, como si comprendiera más que ella que no comprende lo que otros tampoco comprenden.
Comienzan a caer las lágrimas por sus mejillas. Repite el discurso que fue de otro, la filosofía ajena que ahora es de todos y ella la pensó antes de pensarla.
Él, le da un pañuelo. Un pañuelo que se empieza a endurecer y toma formas, se alinea, se dobla mientras ella lo desdobla y lee: No hay diagnóstico.
Mira a los astros. Piensa en los viajeros que también los miraron y pensaron en ella pensándolos.
-Sofía, basta de lo mismo –le dice él.
Pero ella sigue, entre lágrimas que dejan de ser lágrimas, personas que dejan de ser cocodrilos y ahora son escritores, que escriben lo antes pensado, que piensan lo que vendrán a pensar otros, que leen lo que otros leerán sorprendidos, de haberle dicho a Sofía basta, basta de viajes, volvé a poner los pies sobre la tierra de una vez.
Le dicen.
Y escriben un punto, quedando eclipsados para siempre entre estas letras, cuando no ven los astros, cuando no ven la luna, cuando ellos más bien los observan, como riendo de a poco, como volviendo a lo mismo,
Como otra vuelta de tuerca.
Punto.
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