Sonó el timbre.
-Venimos a… -comenzaron a decir los de negro.
-Sí, ya se a que vienen, pasén –dijo seriamente.
Porque todo el día había estado balbuceando incoherencias. Qué la amenaza y las sábanas sobre su cabeza, le faltaba el aire a la pobre. Entonces tomo la perspectiva de un destino violáceo, ese color putrefacto que a ella siempre le había fascinado, desde que le compró el anillo y le dijo que no sabía bien que pasaba, qué no se sentía bien, que le faltaba el aire y la taquicardia ondeaba las cortinas como si todo un público la aplaudiera cuando hacía sus berrinchitos. Hacía años que los venía siguiendo, que la amenaza y los papeles y las palabras de más, para darla vuelta y que vuelva, de nuevo se sacaba el anillo y por el balcón le gritaba las últimas palabras. Qué iban a ser las últimas, que no se olvide que no iba a haber más papeles y menos voces que la aplaudan, que gritaba fuerte para que no la oigan, que esta si era la última función de sus amenazas.
-¿Y ahora qué hago? –les preguntó a los de negro.
-No sé, movela –le dijeron.
La agarró y rechazó la mano, la mano sobre su cintura y ella moviéndose incómoda, la sábana sobre su cabeza y el sueño que había tenido la otra noche, las pastillas para el dolor de cabeza y el repugnante aire nauseabundo, que faltaba el aire. Ese aroma que ahora era olor. El dolor en sus muecas que se quedaron quietas, ella que se quedaba tiesa mientras la tomaba, como mintiéndole de nuevo, diciéndole que iba a ser la última, que la deje en la cama, que primero se apagaban los aplausos y los discursos y después ella se callaba. Para que alguien le calle la histeria, para que alguien la arrope y mis manos que la arropaban cuando se volvía a poner el anillo, ese bonito de circón cubic que compramos en la tienda de a una cuadras, el colchón que elegimos; ese de una plaza que no alcanzaba nunca a dar vuelta, ese que escuchaba las amenazas con la almohada pegada a su rostro después de la larga oniria, que nadie la apagaba nunca, que nadie la escuchaba en serio. Quién sabe cómo y cuando lo decidió, cuando dijo que iban a ser las últimas palabras.
Primero el acto estúpido de ella. Qué nunca quizo a nadie, que solo sentía fascinación. Después las monedas que caían de su retazo, las contaba una por una, como si le fueran a faltar, como si yo le faltara o hubiera elegido a otro en vez de a mis rosas. Y ella seguía con su discurso, que la última amenaza, que ya lo sabía desde hace mucho, que me deje de joder, que lo iba a hacer y punto, el cierre perfecto, el forro para tan decorosa dama. La copiosa capacidad para extorsionar.
Después los discursos estúpidos, que me tiraba de frente, la foto y que no la toquen, que no firme nada, que está en arenas movedisas porque no sabe bien que tiene razón, que otra vez se va a sacar el anillo y la voy a dejar, sola ahí y con frío y vuelvo, a dejarle la sábana sobre el rostro, para que no me vea y no le dé miedo de nuevo, otra vez las caricias y esas manos mientras le digo que la quiero, que la espero. Pero ella se va y se vuelve sobre la cama, tosiendo adrede, haciéndo esos jueguitos que conozco bien, de nuevo las amenazas y que se va a matar o que la va a matar esto.
No sé, porqué ya no la escucho, ahora solamente la quiero.
Porqué vuelvo a oler esas sábanas y está su perfume; el revoltijo de sábanas de su juego hipócrita y posesivo, la carne de nada, la carne de más y esa carne casi vírgen que jugaba a oscilarme entre los no. Gracias, por nada.
Entonces voy a la cama y los hombres de negro me miran y asienten. Los ojos abiertos, la gran resignación. Y no puedo creerlo que las últimas palabras hayan sido esas, ese agradecimiento monstruoso sobre mi resignación, que ya no le creía, que otra vez la misma historia en repley y me había cansado, ahora ya solo jugaba a tocarla, como si fuera mi muñeca esa que se compró el anillo para ambos dedos.
Pero ahora la veo, tirada a un costado, las sábanas vacías y la mano abierta, el anillo que cae rodando, mientras se cierra el telón, el público aplaude la magnificiencia de la palabra.
Gracias, por nada.
-Venimos a… -comenzaron a decir los de negro.
-Sí, ya se a que vienen, pasén –dijo seriamente.
Porque todo el día había estado balbuceando incoherencias. Qué la amenaza y las sábanas sobre su cabeza, le faltaba el aire a la pobre. Entonces tomo la perspectiva de un destino violáceo, ese color putrefacto que a ella siempre le había fascinado, desde que le compró el anillo y le dijo que no sabía bien que pasaba, qué no se sentía bien, que le faltaba el aire y la taquicardia ondeaba las cortinas como si todo un público la aplaudiera cuando hacía sus berrinchitos. Hacía años que los venía siguiendo, que la amenaza y los papeles y las palabras de más, para darla vuelta y que vuelva, de nuevo se sacaba el anillo y por el balcón le gritaba las últimas palabras. Qué iban a ser las últimas, que no se olvide que no iba a haber más papeles y menos voces que la aplaudan, que gritaba fuerte para que no la oigan, que esta si era la última función de sus amenazas.
-¿Y ahora qué hago? –les preguntó a los de negro.
-No sé, movela –le dijeron.
La agarró y rechazó la mano, la mano sobre su cintura y ella moviéndose incómoda, la sábana sobre su cabeza y el sueño que había tenido la otra noche, las pastillas para el dolor de cabeza y el repugnante aire nauseabundo, que faltaba el aire. Ese aroma que ahora era olor. El dolor en sus muecas que se quedaron quietas, ella que se quedaba tiesa mientras la tomaba, como mintiéndole de nuevo, diciéndole que iba a ser la última, que la deje en la cama, que primero se apagaban los aplausos y los discursos y después ella se callaba. Para que alguien le calle la histeria, para que alguien la arrope y mis manos que la arropaban cuando se volvía a poner el anillo, ese bonito de circón cubic que compramos en la tienda de a una cuadras, el colchón que elegimos; ese de una plaza que no alcanzaba nunca a dar vuelta, ese que escuchaba las amenazas con la almohada pegada a su rostro después de la larga oniria, que nadie la apagaba nunca, que nadie la escuchaba en serio. Quién sabe cómo y cuando lo decidió, cuando dijo que iban a ser las últimas palabras.
Primero el acto estúpido de ella. Qué nunca quizo a nadie, que solo sentía fascinación. Después las monedas que caían de su retazo, las contaba una por una, como si le fueran a faltar, como si yo le faltara o hubiera elegido a otro en vez de a mis rosas. Y ella seguía con su discurso, que la última amenaza, que ya lo sabía desde hace mucho, que me deje de joder, que lo iba a hacer y punto, el cierre perfecto, el forro para tan decorosa dama. La copiosa capacidad para extorsionar.
Después los discursos estúpidos, que me tiraba de frente, la foto y que no la toquen, que no firme nada, que está en arenas movedisas porque no sabe bien que tiene razón, que otra vez se va a sacar el anillo y la voy a dejar, sola ahí y con frío y vuelvo, a dejarle la sábana sobre el rostro, para que no me vea y no le dé miedo de nuevo, otra vez las caricias y esas manos mientras le digo que la quiero, que la espero. Pero ella se va y se vuelve sobre la cama, tosiendo adrede, haciéndo esos jueguitos que conozco bien, de nuevo las amenazas y que se va a matar o que la va a matar esto.
No sé, porqué ya no la escucho, ahora solamente la quiero.
Porqué vuelvo a oler esas sábanas y está su perfume; el revoltijo de sábanas de su juego hipócrita y posesivo, la carne de nada, la carne de más y esa carne casi vírgen que jugaba a oscilarme entre los no. Gracias, por nada.
Entonces voy a la cama y los hombres de negro me miran y asienten. Los ojos abiertos, la gran resignación. Y no puedo creerlo que las últimas palabras hayan sido esas, ese agradecimiento monstruoso sobre mi resignación, que ya no le creía, que otra vez la misma historia en repley y me había cansado, ahora ya solo jugaba a tocarla, como si fuera mi muñeca esa que se compró el anillo para ambos dedos.
Pero ahora la veo, tirada a un costado, las sábanas vacías y la mano abierta, el anillo que cae rodando, mientras se cierra el telón, el público aplaude la magnificiencia de la palabra.
Gracias, por nada.
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