A magritte, el imperio de las luces rotas. A rené, rasguñando el piso, traspasando mis piernas, ronroneando con mis palabras ahí, inquieta, tan mía y él tan mío y lo sabía desde antes de llorarlo…
El gato contra la almohada.
El humo que solo disfuma la diplomacia Real.
Ella se acerca y le dice a René si le gustaría visitar Suiza.
Magritte contra sus pestañas y el tibio susurro del delicado ronronear, que corresponde al humo de la pipa. La manzana de las luces y la casa en la obscuridad del imperio. Reticente a seguir, el largo trazo de su cola roja, suburbia la noche.
Si es de día, si era de día, ella le hubiera dicho.
Entonces buscó a Selina para avisarle, urgente, que era noche de luna llena porque la gata maullaba y nadie podía cesar la sinfonía del llanto.
Las lágrimas tácitas en el imperio de las luces y la llave de la puerta.
Había aullidos en el agujero, detrás del alambrar disonante. Alguien cavaba algo. Se oía el ruido de las palas incesantes, el sonido agudo que le advertía a Selina.
Puso la llave.
Uno, dos segundos congelados. Pensó si estaría adentro y oyó el quejido lastimoso de la gata, a la lejanía de los bosques.
¿La llave abría? Si la encontraba en la alcantarilla era porque sí, porque había querido que fuera así, que estuviera ahí tirada, en la manzana a obscuras y de día el sol resplandeciendo la lúgubre nocturna.
¿Para qué dar el salto?
Y tantas preguntas sin demasiadas respuestas porque la llave y el último segundo la iban escondiendo, palazo a palazo, la pala que retoma su trabajo.
La vió por la ventana y le quizo gritar que no siga. La vió un insante, la sombra de Selina y el jardinero por algún lado y si ella entraba y le avisaba y el jardinero y la gata quejándose lastimosamente, iban a corromper el delicado día. La gata. ¿Por qué la gata? Esto es más que una gata, carajo.
Entonces la llave.
Buscó la alcantarilla y la tiró.
Volvió a buscar la sombra que ya no estaba.
Relojeó el día.
Empezó.
Y 33, dijo.
No.
2:45.
No.
Pero que si la quería conocer y tenía que elegir pero ella no, no era ella la que decidía. Cuando corrompía la voz timbrando sobre sus tobillos y ella le hablaba despacio que no siga, que era noche de luna llena. Hoy no, René, por favor.
Pero el tic de la canilla y la pala, la pala que cavaba aún más rápido y el regocijo de la gata que dejaba de maullar porque iba a encontrarse con lo que quería.
René. ¿Esto no es solo René?
Si era ella la que decidía.
Si era René que ahí, cuando la luna llena, la encontraba de noche para decirle el nombre y que el quejido lastimero cese, que la dejen de atormentar de una vez por todas, a la pobre, pobrecita ella en sus lágrimas incesantes cuando retoma el éxtasis de la rutina, gemir, lamer, pasearse entre sus piernas y ella le dice que si le gustaría volver a Suiza.
Y le dice: 11.
Bingo, en el último piso.
La gata que maulló a lo lejos y se dirigió a ella, ondeando sus patitas como herida, como si alguien hubiera dejado huellas con esa decisión. La cara rojiza y entrecortada. Los rasgos animados que dibujaban su mirada acaecida, la tonada grave.
Más grave.
Selina, le dijo.
El maullido de nuevo. No. Ahora.
Selina, le dijo.
El aullido de nuevo y la gata que no podría prender las luces, porque ya era de noche pero se dirigió al jardín. El claro de la luna sobre el pobre animal. Cuando las nubes la escondían pero esa noche, perfecta. Solo las estrellas y la luna entre los árboles y el jardinero adentro de la casa, la pala bañada en sangre, la gata que rasguñaba las piedras y maullaba, lastimosamente, maullaba.
Ahora la había visto entre los arrayanes y el bosque, metida por entre los costados e iluminaba la tierra removida.
Las 11:06, clavada en las luces del farol sobre la tumba.
René, rasguñando las piedras, esta noche no quiso las manos de Selina sinó las mías.
El gato contra la almohada.
El humo que solo disfuma la diplomacia Real.
Ella se acerca y le dice a René si le gustaría visitar Suiza.
Magritte contra sus pestañas y el tibio susurro del delicado ronronear, que corresponde al humo de la pipa. La manzana de las luces y la casa en la obscuridad del imperio. Reticente a seguir, el largo trazo de su cola roja, suburbia la noche.
Si es de día, si era de día, ella le hubiera dicho.
Entonces buscó a Selina para avisarle, urgente, que era noche de luna llena porque la gata maullaba y nadie podía cesar la sinfonía del llanto.
Las lágrimas tácitas en el imperio de las luces y la llave de la puerta.
Había aullidos en el agujero, detrás del alambrar disonante. Alguien cavaba algo. Se oía el ruido de las palas incesantes, el sonido agudo que le advertía a Selina.
Puso la llave.
Uno, dos segundos congelados. Pensó si estaría adentro y oyó el quejido lastimoso de la gata, a la lejanía de los bosques.
¿La llave abría? Si la encontraba en la alcantarilla era porque sí, porque había querido que fuera así, que estuviera ahí tirada, en la manzana a obscuras y de día el sol resplandeciendo la lúgubre nocturna.
¿Para qué dar el salto?
Y tantas preguntas sin demasiadas respuestas porque la llave y el último segundo la iban escondiendo, palazo a palazo, la pala que retoma su trabajo.
La vió por la ventana y le quizo gritar que no siga. La vió un insante, la sombra de Selina y el jardinero por algún lado y si ella entraba y le avisaba y el jardinero y la gata quejándose lastimosamente, iban a corromper el delicado día. La gata. ¿Por qué la gata? Esto es más que una gata, carajo.
Entonces la llave.
Buscó la alcantarilla y la tiró.
Volvió a buscar la sombra que ya no estaba.
Relojeó el día.
Empezó.
Y 33, dijo.
No.
2:45.
No.
Pero que si la quería conocer y tenía que elegir pero ella no, no era ella la que decidía. Cuando corrompía la voz timbrando sobre sus tobillos y ella le hablaba despacio que no siga, que era noche de luna llena. Hoy no, René, por favor.
Pero el tic de la canilla y la pala, la pala que cavaba aún más rápido y el regocijo de la gata que dejaba de maullar porque iba a encontrarse con lo que quería.
René. ¿Esto no es solo René?
Si era ella la que decidía.
Si era René que ahí, cuando la luna llena, la encontraba de noche para decirle el nombre y que el quejido lastimero cese, que la dejen de atormentar de una vez por todas, a la pobre, pobrecita ella en sus lágrimas incesantes cuando retoma el éxtasis de la rutina, gemir, lamer, pasearse entre sus piernas y ella le dice que si le gustaría volver a Suiza.
Y le dice: 11.
Bingo, en el último piso.
La gata que maulló a lo lejos y se dirigió a ella, ondeando sus patitas como herida, como si alguien hubiera dejado huellas con esa decisión. La cara rojiza y entrecortada. Los rasgos animados que dibujaban su mirada acaecida, la tonada grave.
Más grave.
Selina, le dijo.
El maullido de nuevo. No. Ahora.
Selina, le dijo.
El aullido de nuevo y la gata que no podría prender las luces, porque ya era de noche pero se dirigió al jardín. El claro de la luna sobre el pobre animal. Cuando las nubes la escondían pero esa noche, perfecta. Solo las estrellas y la luna entre los árboles y el jardinero adentro de la casa, la pala bañada en sangre, la gata que rasguñaba las piedras y maullaba, lastimosamente, maullaba.
Ahora la había visto entre los arrayanes y el bosque, metida por entre los costados e iluminaba la tierra removida.
Las 11:06, clavada en las luces del farol sobre la tumba.
René, rasguñando las piedras, esta noche no quiso las manos de Selina sinó las mías.
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