Ella huele el aroma a café recien hehco.
Salé al patio, riega las plantas que alguna vez murieron, vuelve a darles más agua, las sofoca. Le encanta sofocarlas, torturadora de rosas que no se han secado. Todas ella sin nombre, excepto una. Tantalia. Su jardincito de tréboles y las manos por debajo de las sábanas, regando la agonía, agotándolas de sumisión.
Suena el teléfono y se esconde, adentro del placard. Sabe que vendrá.
Sale a regar rápido, antes de que se corte la llama. A sofocarlas una vez más, para luego dejarlas abandonadas. Otra vez el agua de cuando las odiaba, pero ellas florecen igual, los pétalos tersos, el rosado suave ondulando entremezclado con las sábanas, los tréboles que rebosan la maceta, jugando a aparecer y la mano por entre sus piernas, gimiendo despacio para que no la vea.
Se abusa de ellas porque sabe que vuelven cuando las abandona y se esconde en el ropero, temblando de agonía, esperando que venga la bichera y que, por favor, las consuma. Pero ellas acuerdan todo y vuelven a nacer, entre una palabra tierna y la hipocrecía de quererlas.
Qué si había furia lo sabe. El agua sofocándolas, como si les pegaran una gran piña, como si las asfixiaran contra la lacena, como si el hígado recibiera los golpes en búsqueda de matarlas definitivamente.
Y te amo y no me lo discutas, porque sino viene la sequía y ahora queda el palo verde y las hojas también se mueren, se olvidan de vos y te abandonan, ahí, en el placard solita, buscando esconderte y una excusa. Qué no, no estaba, salí a caminar silenciosa.
O quizás la escapatoria, la puerta de entrada, salir en serio y abandonarlas ahí, los tréboles enrredados que quizás las consuma, Tantalia que no, por favor no la dejes.
Vuelve a sonar el teléfono y responde y otra vez las palabras hipócritas.
¿Te acordás de aquella vez?
Por ahí si muere definitivamente se borra la memoria, pero ella sigue florenciendo, con o sin agua porque se acuerda de cuando bebía. El alcohol para las heridas y hacerse la cerrada, jugar a no nacer. No abrir losa pétalos en invierno.
Es invierno, ¿Qué buscás?
Qué la cuide, que la quiera, que la diga algo bonito, que nunca la torturó y nunca la dejó ahí, casi inerte y por su propia cuenta, revolviéndose entre los venenos y los insectos que le chupaban la sangre.
Gotita a gotita cuando faltaban y ella seguía como poseída, hasta que arrancó una matita a la lejanía y la oyó.
Primero la angustia, complacerla del modo más sádico, sin luz y con sal, para hundirle la raíz y buscar que se mate, que no nazca nada en ese macetero repulsivo. Después vino la otra, francesa, j’ ne parle francais, mon amour, ¿De qué vas a vivir? Y arrancamos la raíz nunca desarrollada, a pesar de las súplicas, a pesar de todo el fervor.
Para volver de nuevo a ver la rosa que florece mientras ella se esconde en un casillero, al costadito y sola, para decirle que no, que esta vez no le va a dar de beber y ella está de acuerdo, tomó más fuerza, se cree quién sabe que cosa, que va a seguir si todavía no vimos el tallo. Y qué diez años son mucho y quién sabe de donde sale, ahí con esa mañana tan verde y el olor a cigarrillo alrededor de su prado personal, circulando a travéz de los pétalos sin buscar camuflarse, borrando la cobardía y ya no le importa, no le importa porque Tantalia…
Tantalia se esconde tras las confesiones de esta máscara.
Apenas tres retoños, de lo que debería ser la angustia.
Salé al patio, riega las plantas que alguna vez murieron, vuelve a darles más agua, las sofoca. Le encanta sofocarlas, torturadora de rosas que no se han secado. Todas ella sin nombre, excepto una. Tantalia. Su jardincito de tréboles y las manos por debajo de las sábanas, regando la agonía, agotándolas de sumisión.
Suena el teléfono y se esconde, adentro del placard. Sabe que vendrá.
Sale a regar rápido, antes de que se corte la llama. A sofocarlas una vez más, para luego dejarlas abandonadas. Otra vez el agua de cuando las odiaba, pero ellas florecen igual, los pétalos tersos, el rosado suave ondulando entremezclado con las sábanas, los tréboles que rebosan la maceta, jugando a aparecer y la mano por entre sus piernas, gimiendo despacio para que no la vea.
Se abusa de ellas porque sabe que vuelven cuando las abandona y se esconde en el ropero, temblando de agonía, esperando que venga la bichera y que, por favor, las consuma. Pero ellas acuerdan todo y vuelven a nacer, entre una palabra tierna y la hipocrecía de quererlas.
Qué si había furia lo sabe. El agua sofocándolas, como si les pegaran una gran piña, como si las asfixiaran contra la lacena, como si el hígado recibiera los golpes en búsqueda de matarlas definitivamente.
Y te amo y no me lo discutas, porque sino viene la sequía y ahora queda el palo verde y las hojas también se mueren, se olvidan de vos y te abandonan, ahí, en el placard solita, buscando esconderte y una excusa. Qué no, no estaba, salí a caminar silenciosa.
O quizás la escapatoria, la puerta de entrada, salir en serio y abandonarlas ahí, los tréboles enrredados que quizás las consuma, Tantalia que no, por favor no la dejes.
Vuelve a sonar el teléfono y responde y otra vez las palabras hipócritas.
¿Te acordás de aquella vez?
Por ahí si muere definitivamente se borra la memoria, pero ella sigue florenciendo, con o sin agua porque se acuerda de cuando bebía. El alcohol para las heridas y hacerse la cerrada, jugar a no nacer. No abrir losa pétalos en invierno.
Es invierno, ¿Qué buscás?
Qué la cuide, que la quiera, que la diga algo bonito, que nunca la torturó y nunca la dejó ahí, casi inerte y por su propia cuenta, revolviéndose entre los venenos y los insectos que le chupaban la sangre.
Gotita a gotita cuando faltaban y ella seguía como poseída, hasta que arrancó una matita a la lejanía y la oyó.
Primero la angustia, complacerla del modo más sádico, sin luz y con sal, para hundirle la raíz y buscar que se mate, que no nazca nada en ese macetero repulsivo. Después vino la otra, francesa, j’ ne parle francais, mon amour, ¿De qué vas a vivir? Y arrancamos la raíz nunca desarrollada, a pesar de las súplicas, a pesar de todo el fervor.
Para volver de nuevo a ver la rosa que florece mientras ella se esconde en un casillero, al costadito y sola, para decirle que no, que esta vez no le va a dar de beber y ella está de acuerdo, tomó más fuerza, se cree quién sabe que cosa, que va a seguir si todavía no vimos el tallo. Y qué diez años son mucho y quién sabe de donde sale, ahí con esa mañana tan verde y el olor a cigarrillo alrededor de su prado personal, circulando a travéz de los pétalos sin buscar camuflarse, borrando la cobardía y ya no le importa, no le importa porque Tantalia…
Tantalia se esconde tras las confesiones de esta máscara.
Apenas tres retoños, de lo que debería ser la angustia.
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