Qué no me lo van a creer carajo.
Cómo si solo fuera fruto de estas letras, o de esas letras que van y que vienen y que encantaron un relato, unos tantos relatos en búsqueda. Imaginando el ómnibus, sacando un boleto de 0.75 o una estación en Montparasse.
París queda lejos, eso sí, pero los nativos Argentinos tenemos esa cosa, de subir a un ómnibus o a un subte y dejar que pasen las estaciones, viendo venir a toda esa gente, unos tantos rostros que quién sabe si escribirán en búsqueda de encontrar 0.70, 0.75, 1.25 a lo mejor y quién sabe esa sea la cifra y haya que bajar juntos en esa estación.
Me subo a un 0.70. Las miradas posadas en mí, la mujer que sube la mirada como buscando otra mirada hacía arriba, coalisionando dos miradas que estaban perdidas pero que al llegar relataban un encuentro en un 0.70, taxi libre en cada mano no, porque el taxi es individual y carece de encuentros, entonces se abre la puerta del subte y tengo La razón entre mis manos, la remake de otros tiempos, escritores que fueron y vinieron sin que pudieramos cruzar palabras pero ahora hay otros y yo busco a un Julio o a una Alejandra o a un Edgar sentados a mi lado.
En frente, en la barra, ella escribiendo algún relato desconocido. Sus cabellos negros y sus enormes ojos indiferentes, escondidos detrás del humo del habano, redactando como poseída alguna cosa obscura que denota el brillo en sus ojos, la tristeza y la corrupción de la insoportable no levedad del ser. Estación Plaza Italia y ¿la dejo bajar o la sigo? Pero dejo que pase, es así, se tiene que ir para no saber que nos cruzamos otra vez, alguna vez se cruzará con mi relato sorprendida de que fue ella adelante mío la que inaguró las letras o él.
Se sienta, a mi lado, ejerciendo un poco de presión.
Primero no reparo en sus ojos que reparaban en los míos cuando estaba parado a mi lado, moviendo ligeramente la mano del guante sobre mis muslos, yo moviéndome incómoda sin saberlo y luego me siento y luego se sienta él y repara en el diario y lee quién sabe que cosa, como haciendo ademanes de interés desineteresado en las letras de otro, el diario del día y el día en el que él me leyó.
-¿Quiere usted mi diario? –le pregunto, con la cortesía habitual.
-Oh no, por favor descuide, solo fue un error mío posar mis ojos en su lectura, no quería incomodarla –replica.
-No, por favor, ya lo he leído, ¿vió la concentración de trabajadores en los trenes? pasa usualmente, es un trabajo esto de andar posando la vista en esa gente, que va y que viene y uno intenta dilucidar cuando encuentra…
-Está bien, gracias por el diario, lo leeré. ¿Usted baja en estación…?
-¿Sabe? No tenía estación, solo había subido para… bueno, usted sabe, escribrir es una rutina usual, hurgar en la ciudad en busca de miradas sobre los diarios y las letras para luego… Bueno, ¿usted donde baja?
-Podríamos hacerlo aquí, hay una buena confitería cerca.
Se cierran las puertas. Pasa otra estación y veo entre su mochila una suerte de escritos. Hago un ademán de bajar y el también se para. Me sigue, sigiloso. Subo las escaleras, no las mecánicas sino las solitarias, en búsqueda de alguien que tome la misma elección.
Escucho sus pasos en la lejanía, sigilosos, pensando si él quizás…
Quizás él no me dejó bajar y esfumarme en la ciudad, cuando oyó que yo escribía, sellando la boca para replicar “Yo también”. Lo curioso es que lo había escrito, el con cabellos castaños y ojos profundamente negros, solitarios, eligiendo las escaleras desnudas a diario en el trascurso de recorrer la ciudad en búsqueda de letras que lo relaten.
Salgo, lo pierdo de vista o quizás solo dejo de escuchar esos pasos. Busco rápidamente un café cercano para escribir esto, escribirlo a él para que alguna vez lo sepa.
Me ubico en la mesa más lejana, aquella que sé que estará vacía casi a diario, ocupada solo por ocasionales amateurs de la escritura que sellan sus impresiones de un momento, cuando husmean el aroma a café lejano y piden uno para sí mismos, ocupando su tiempo en las letras y de repente la mochila que se ve a un costado, sola.
Quizás haya ido al toilette, pienso. Quizás no debería pero… Me acerco y recuerdo esa mochila y no estoy demasiado segura pero se parece. Debería de haber preguntado un nombre, porque es similar a la mía pero en colores masculinos y fríamente calculada en su presición de comenzar mi taquicardia y el nerviosismo de esa misma mochila qué… No debería. Me rehuso pero veo esos papeles escapar cual senos rebosantes en un escote haciendo una llamada sigilosa y, también, premeditada. Me apresuro a tomar los papeles sin que nadie observe mis movimientos.
La mesita de al lado.
Los pongo contra mis manos, los tomo como poseyéndolos, temerosa de leer entonces una fecha.
Hoy 24 de Mayo y ese escrito es del 24 de Abril.
“Una señorita pelirroja leía el diario y él posaba sus ojos sin querer decirle que la había pensado, entre la gente que va viniendo y yéndose de un momento a otro por esos subtes de 0.70, que podría haberse llamado Adriana y nunca le pregunté el nombre y de repente era ella, sentada leyendo La Razón, con su tono cordial e indiferente pero sus pensamientos posados en el autor de este relato sin saber de este relato, con sus ojos profúndamente negros y el maquillaje fuerte, la ropa negra y roja y los zapatos charolados que deslumbran esas piernas cruzadas y los papeles sobre sus piernas mientras que el autor sabe que es ella la que leerá luego su relato para enterarse de que fue escrita antes de conocerla, en una mochila misteriosa sin nombre, sin autor de este silencio de saberse pensada desde antes, encontrada y abandonada así como lo fue quién escribe este relato. Las traiciones que se pagan con traiciones y los genios que dejamos pasar a diario, pero quizás ahora solo le quede la profunda tristeza de unos papeles desnudos de autor, para escribirme e imortalizarme así como yo la inmortalicé y recordar mis palabras tatuadas ahora en su mente, para irse sin haber terminado este café, sin haber terminado esa conversación, sin haberme conocido nunca”
Dejo la hoja y leo el relato sobre la otra mujer, de cabellos obscuros y ojos enormes, redactando alguna cosa obscura y… me levanto, hago ademanes rápidos de encontrar al dueño de la mochila apoyada en la mesa de al lado.
-Mozo! La cuenta y digamé quién es aquel que se sentó a mi lado y… -le digo casi en súplicas.
-3.70$ me dice. ¿Lo pregunta por esa mochila? No había reparado en ella. ¿Le pertenece? –me dice
-Compunjida por no haberle preguntado al nombre, replico que sí, que es mía, que siempre lo fue desde que este relato comenzó –le digo.
-Muy bien señorita, aquí tiene su vuelto –dice con su señoral voz.
Subo. Voy al baño. Busco.
Recorro las calles otra vez, en búsqueda de aquél que podría haberse llamado Julio pero nació luego bajo otro nombre, vuelvo al subte y suplico a la ciudad no bajarme en la estación equivocada.
Los vagones vacíos y la gente leyendo sus diarios. Poso la mirada sobre aquella mujer que lee La Razón a mi lado.
-Disculpe, ¿por casualidad usted se olvidó una mochila violeta? –me dice.
-Yo…
-La he estado observando escribir durante varias estaciones, hasta que se topó con un hombre que llevaba una mochila similar a la suya, y bajó. Yo solo estaba viajando estación por estación, en búsqueda de alguien qué y quizás…
-Yo me bajo aquí –replico.
Y le dejo, le dejo la mochila porque sé que ella quizás se llamaba Virginia, lo sé por sus cabellos rubio ceniza y por este relato dentro de la mochila que leerá para arrepentirse por no haberme seguido, por ese corruptor aire de intromisión que me agradó ligeramente, para que alguna vez lea este relato y se lea a sí misma y esté en un 0.70 y no deje bajar a aquel que, ya sabé, se impregnará en la duda de qué habría pasado si tan solo tomaba un café.
Cómo si solo fuera fruto de estas letras, o de esas letras que van y que vienen y que encantaron un relato, unos tantos relatos en búsqueda. Imaginando el ómnibus, sacando un boleto de 0.75 o una estación en Montparasse.
París queda lejos, eso sí, pero los nativos Argentinos tenemos esa cosa, de subir a un ómnibus o a un subte y dejar que pasen las estaciones, viendo venir a toda esa gente, unos tantos rostros que quién sabe si escribirán en búsqueda de encontrar 0.70, 0.75, 1.25 a lo mejor y quién sabe esa sea la cifra y haya que bajar juntos en esa estación.
Me subo a un 0.70. Las miradas posadas en mí, la mujer que sube la mirada como buscando otra mirada hacía arriba, coalisionando dos miradas que estaban perdidas pero que al llegar relataban un encuentro en un 0.70, taxi libre en cada mano no, porque el taxi es individual y carece de encuentros, entonces se abre la puerta del subte y tengo La razón entre mis manos, la remake de otros tiempos, escritores que fueron y vinieron sin que pudieramos cruzar palabras pero ahora hay otros y yo busco a un Julio o a una Alejandra o a un Edgar sentados a mi lado.
En frente, en la barra, ella escribiendo algún relato desconocido. Sus cabellos negros y sus enormes ojos indiferentes, escondidos detrás del humo del habano, redactando como poseída alguna cosa obscura que denota el brillo en sus ojos, la tristeza y la corrupción de la insoportable no levedad del ser. Estación Plaza Italia y ¿la dejo bajar o la sigo? Pero dejo que pase, es así, se tiene que ir para no saber que nos cruzamos otra vez, alguna vez se cruzará con mi relato sorprendida de que fue ella adelante mío la que inaguró las letras o él.
Se sienta, a mi lado, ejerciendo un poco de presión.
Primero no reparo en sus ojos que reparaban en los míos cuando estaba parado a mi lado, moviendo ligeramente la mano del guante sobre mis muslos, yo moviéndome incómoda sin saberlo y luego me siento y luego se sienta él y repara en el diario y lee quién sabe que cosa, como haciendo ademanes de interés desineteresado en las letras de otro, el diario del día y el día en el que él me leyó.
-¿Quiere usted mi diario? –le pregunto, con la cortesía habitual.
-Oh no, por favor descuide, solo fue un error mío posar mis ojos en su lectura, no quería incomodarla –replica.
-No, por favor, ya lo he leído, ¿vió la concentración de trabajadores en los trenes? pasa usualmente, es un trabajo esto de andar posando la vista en esa gente, que va y que viene y uno intenta dilucidar cuando encuentra…
-Está bien, gracias por el diario, lo leeré. ¿Usted baja en estación…?
-¿Sabe? No tenía estación, solo había subido para… bueno, usted sabe, escribrir es una rutina usual, hurgar en la ciudad en busca de miradas sobre los diarios y las letras para luego… Bueno, ¿usted donde baja?
-Podríamos hacerlo aquí, hay una buena confitería cerca.
Se cierran las puertas. Pasa otra estación y veo entre su mochila una suerte de escritos. Hago un ademán de bajar y el también se para. Me sigue, sigiloso. Subo las escaleras, no las mecánicas sino las solitarias, en búsqueda de alguien que tome la misma elección.
Escucho sus pasos en la lejanía, sigilosos, pensando si él quizás…
Quizás él no me dejó bajar y esfumarme en la ciudad, cuando oyó que yo escribía, sellando la boca para replicar “Yo también”. Lo curioso es que lo había escrito, el con cabellos castaños y ojos profundamente negros, solitarios, eligiendo las escaleras desnudas a diario en el trascurso de recorrer la ciudad en búsqueda de letras que lo relaten.
Salgo, lo pierdo de vista o quizás solo dejo de escuchar esos pasos. Busco rápidamente un café cercano para escribir esto, escribirlo a él para que alguna vez lo sepa.
Me ubico en la mesa más lejana, aquella que sé que estará vacía casi a diario, ocupada solo por ocasionales amateurs de la escritura que sellan sus impresiones de un momento, cuando husmean el aroma a café lejano y piden uno para sí mismos, ocupando su tiempo en las letras y de repente la mochila que se ve a un costado, sola.
Quizás haya ido al toilette, pienso. Quizás no debería pero… Me acerco y recuerdo esa mochila y no estoy demasiado segura pero se parece. Debería de haber preguntado un nombre, porque es similar a la mía pero en colores masculinos y fríamente calculada en su presición de comenzar mi taquicardia y el nerviosismo de esa misma mochila qué… No debería. Me rehuso pero veo esos papeles escapar cual senos rebosantes en un escote haciendo una llamada sigilosa y, también, premeditada. Me apresuro a tomar los papeles sin que nadie observe mis movimientos.
La mesita de al lado.
Los pongo contra mis manos, los tomo como poseyéndolos, temerosa de leer entonces una fecha.
Hoy 24 de Mayo y ese escrito es del 24 de Abril.
“Una señorita pelirroja leía el diario y él posaba sus ojos sin querer decirle que la había pensado, entre la gente que va viniendo y yéndose de un momento a otro por esos subtes de 0.70, que podría haberse llamado Adriana y nunca le pregunté el nombre y de repente era ella, sentada leyendo La Razón, con su tono cordial e indiferente pero sus pensamientos posados en el autor de este relato sin saber de este relato, con sus ojos profúndamente negros y el maquillaje fuerte, la ropa negra y roja y los zapatos charolados que deslumbran esas piernas cruzadas y los papeles sobre sus piernas mientras que el autor sabe que es ella la que leerá luego su relato para enterarse de que fue escrita antes de conocerla, en una mochila misteriosa sin nombre, sin autor de este silencio de saberse pensada desde antes, encontrada y abandonada así como lo fue quién escribe este relato. Las traiciones que se pagan con traiciones y los genios que dejamos pasar a diario, pero quizás ahora solo le quede la profunda tristeza de unos papeles desnudos de autor, para escribirme e imortalizarme así como yo la inmortalicé y recordar mis palabras tatuadas ahora en su mente, para irse sin haber terminado este café, sin haber terminado esa conversación, sin haberme conocido nunca”
Dejo la hoja y leo el relato sobre la otra mujer, de cabellos obscuros y ojos enormes, redactando alguna cosa obscura y… me levanto, hago ademanes rápidos de encontrar al dueño de la mochila apoyada en la mesa de al lado.
-Mozo! La cuenta y digamé quién es aquel que se sentó a mi lado y… -le digo casi en súplicas.
-3.70$ me dice. ¿Lo pregunta por esa mochila? No había reparado en ella. ¿Le pertenece? –me dice
-Compunjida por no haberle preguntado al nombre, replico que sí, que es mía, que siempre lo fue desde que este relato comenzó –le digo.
-Muy bien señorita, aquí tiene su vuelto –dice con su señoral voz.
Subo. Voy al baño. Busco.
Recorro las calles otra vez, en búsqueda de aquél que podría haberse llamado Julio pero nació luego bajo otro nombre, vuelvo al subte y suplico a la ciudad no bajarme en la estación equivocada.
Los vagones vacíos y la gente leyendo sus diarios. Poso la mirada sobre aquella mujer que lee La Razón a mi lado.
-Disculpe, ¿por casualidad usted se olvidó una mochila violeta? –me dice.
-Yo…
-La he estado observando escribir durante varias estaciones, hasta que se topó con un hombre que llevaba una mochila similar a la suya, y bajó. Yo solo estaba viajando estación por estación, en búsqueda de alguien qué y quizás…
-Yo me bajo aquí –replico.
Y le dejo, le dejo la mochila porque sé que ella quizás se llamaba Virginia, lo sé por sus cabellos rubio ceniza y por este relato dentro de la mochila que leerá para arrepentirse por no haberme seguido, por ese corruptor aire de intromisión que me agradó ligeramente, para que alguna vez lea este relato y se lea a sí misma y esté en un 0.70 y no deje bajar a aquel que, ya sabé, se impregnará en la duda de qué habría pasado si tan solo tomaba un café.
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