“Vivre et mourir devant un miroir” –Baudelaire.
M dormía 12 horas diarias. Vivir en soledad es un modo de vivir menos o más, probablemente más porque se reducen las horas de vida, ya que estás horas merecen más crédito que las horas de casado, pero en fin, el vivía la mitad de la vida en sus sueños y la mitad de la vida en el mundo real, si quizás la realidad era solo un modo de soñar un poco, ya que ¡qué demonios! El hacía media vida de sueño y media de vida. En resumen, era un hombre solo por medio día, el resto del tiempo era una marmota o cualquier semejanza de inmunda creatura sumida en la vagancia más criticable: la del soltero.
Se dormía a la 1 am, luego de ver su programa televisivo de chusma con cualidades admirables para el cotorreo, luego de su, probablemente, sexto vaso de vino, entre borracho y en estado de coma, pues el coctel era el vino más las etuminas recetadas por el doctor para dormir, pero por suerte el sueño lo vencía antes de que pudiera seguir metiéndole más alcohol y pastillas a su mugrosa sangre. Se podría decir que el pobre de M ahogaba sus penas de vida desnuda de damas, en esas copas, entre esas píldoras, si al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer, cobraba una pensión que el estado le dejaba por quién sabe qué cosa del destino, de trayectos de la madre o negocios ilegales del padre, como sea, vida de soltero y huérfano, vulgo medio, poco caballero, de malos modales pero con un solo atributo: su amor por la lectura.
Así era como a la 1 pm, respectivamente, sonaba su despertador. Tardaba un poco en volver en sí, en incorporarse como corresponde, debido a la constante resaca y el ajetréo de un pobre solterón alcoholico.
La vagancia era uno de sus defectos, o una extraña cualidad que le permitía sucumbir en su lectura cotidiana hasta que leyó la siguiente frase: “Cuando dormimos estamos despiertos en otro lado, así, cada hombre es dos hombres”.
Dejó el libro. Se puso a pensar que otro hombre sería él, quizás casado y con hijos, quizás llevando una vida patética y denigrante como la que él llevaba, quizás era un exitoso empresario o quizás un bohemio pintor de vanguardia… pero una ansiedad empezó a retomar su mente cada vez que las copas de alcohol comenzaban a apoderarse de su persona, se preguntaba una y otra vez quién era, iba, se miraba en el gran espejo de la sala, observaba todo su cuerpo e ilusamente imaginaba el hombre que podría haber sido, ese que no se rendía ante nada, ni ante el alcohol ni ante la dejadez negligente, ese gran hombre de mundo y conocimientos, ese hombre estimado, aplaudido, al que todos admiraran y siguieran, el gran artista, el gran empresario, el gran esposo.
Y ahora estaría durmiendo. ¿Qué pasaba entonces si cambiaba su rutina? Entonces el gran hombre que era mientras dormía ya no sería, nunca más, el hombre que era. Entonces era dos hombres pero tenía en su poder el conocimiento de poder elegir ser el otro hombre, podía decidir por el otro, decidir abandonar la botella, decidir cambiar la rutina y el otro tendría que llevar su mugroso estadío de cochino dormilón.
Se sirvió el séptimo vaso de vino del día. Eran las 12:44. Se sirvió el séptimo, el octavo, el noveno, el décimo y ya eran la 1:37 para cuando fue al espejo, decidiendo que esta vez el otro hombre no se levantaría, que esta vez sería él quién pudiera tomar el timón de su indecente vida y entonces se dirigió al espejo, los colores comenzaron a entremezclarse, se vió veinte años más viejo, cabellos entre cobrizos y canos en vez de negruzcos, la barba afeitada, los ojos un poco más obscuros, pero su misma mirada posada en ese vidrio reflector de su persona, silbando algo y de repente una súbita expresión. El hombre cincuentón de la imagen gritaba, gritaba estrepitosamente, una mujer se acercaba a él, comenzaba a tomarlo del pecho y su expresión era grave, angustiosa, los observaba, lo acariciaba mientras sus lágrimas cincelaban el rostro, estiraba la mano para tomar algo (cómo si de su lado hubiera un botiquín) y ahora un frasco en sus manos, un frasco tomado erróneamente, un frasco de pastillas que no correspondían a ese hombre, ese hombre que debía de haberse levantado hacía más de 37 minutos, tomando sus usuales píldoras para el corazón.
Nunca supo si estaba durmiendo o despierto, teniendo una pesadilla o tan solo imaginando, si fue un sueño, el alcohol, o un difuso lapsus temporal a través de un espejo… pero algo era seguro, ahora pertenecía a si mismo, era inmortal, ya no era dos hombres sino solo la espectral imagen de lo que es y lo que podría haber sido en simultáneo.
M dormía 12 horas diarias. Vivir en soledad es un modo de vivir menos o más, probablemente más porque se reducen las horas de vida, ya que estás horas merecen más crédito que las horas de casado, pero en fin, el vivía la mitad de la vida en sus sueños y la mitad de la vida en el mundo real, si quizás la realidad era solo un modo de soñar un poco, ya que ¡qué demonios! El hacía media vida de sueño y media de vida. En resumen, era un hombre solo por medio día, el resto del tiempo era una marmota o cualquier semejanza de inmunda creatura sumida en la vagancia más criticable: la del soltero.
Se dormía a la 1 am, luego de ver su programa televisivo de chusma con cualidades admirables para el cotorreo, luego de su, probablemente, sexto vaso de vino, entre borracho y en estado de coma, pues el coctel era el vino más las etuminas recetadas por el doctor para dormir, pero por suerte el sueño lo vencía antes de que pudiera seguir metiéndole más alcohol y pastillas a su mugrosa sangre. Se podría decir que el pobre de M ahogaba sus penas de vida desnuda de damas, en esas copas, entre esas píldoras, si al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer, cobraba una pensión que el estado le dejaba por quién sabe qué cosa del destino, de trayectos de la madre o negocios ilegales del padre, como sea, vida de soltero y huérfano, vulgo medio, poco caballero, de malos modales pero con un solo atributo: su amor por la lectura.
Así era como a la 1 pm, respectivamente, sonaba su despertador. Tardaba un poco en volver en sí, en incorporarse como corresponde, debido a la constante resaca y el ajetréo de un pobre solterón alcoholico.
La vagancia era uno de sus defectos, o una extraña cualidad que le permitía sucumbir en su lectura cotidiana hasta que leyó la siguiente frase: “Cuando dormimos estamos despiertos en otro lado, así, cada hombre es dos hombres”.
Dejó el libro. Se puso a pensar que otro hombre sería él, quizás casado y con hijos, quizás llevando una vida patética y denigrante como la que él llevaba, quizás era un exitoso empresario o quizás un bohemio pintor de vanguardia… pero una ansiedad empezó a retomar su mente cada vez que las copas de alcohol comenzaban a apoderarse de su persona, se preguntaba una y otra vez quién era, iba, se miraba en el gran espejo de la sala, observaba todo su cuerpo e ilusamente imaginaba el hombre que podría haber sido, ese que no se rendía ante nada, ni ante el alcohol ni ante la dejadez negligente, ese gran hombre de mundo y conocimientos, ese hombre estimado, aplaudido, al que todos admiraran y siguieran, el gran artista, el gran empresario, el gran esposo.
Y ahora estaría durmiendo. ¿Qué pasaba entonces si cambiaba su rutina? Entonces el gran hombre que era mientras dormía ya no sería, nunca más, el hombre que era. Entonces era dos hombres pero tenía en su poder el conocimiento de poder elegir ser el otro hombre, podía decidir por el otro, decidir abandonar la botella, decidir cambiar la rutina y el otro tendría que llevar su mugroso estadío de cochino dormilón.
Se sirvió el séptimo vaso de vino del día. Eran las 12:44. Se sirvió el séptimo, el octavo, el noveno, el décimo y ya eran la 1:37 para cuando fue al espejo, decidiendo que esta vez el otro hombre no se levantaría, que esta vez sería él quién pudiera tomar el timón de su indecente vida y entonces se dirigió al espejo, los colores comenzaron a entremezclarse, se vió veinte años más viejo, cabellos entre cobrizos y canos en vez de negruzcos, la barba afeitada, los ojos un poco más obscuros, pero su misma mirada posada en ese vidrio reflector de su persona, silbando algo y de repente una súbita expresión. El hombre cincuentón de la imagen gritaba, gritaba estrepitosamente, una mujer se acercaba a él, comenzaba a tomarlo del pecho y su expresión era grave, angustiosa, los observaba, lo acariciaba mientras sus lágrimas cincelaban el rostro, estiraba la mano para tomar algo (cómo si de su lado hubiera un botiquín) y ahora un frasco en sus manos, un frasco tomado erróneamente, un frasco de pastillas que no correspondían a ese hombre, ese hombre que debía de haberse levantado hacía más de 37 minutos, tomando sus usuales píldoras para el corazón.
Nunca supo si estaba durmiendo o despierto, teniendo una pesadilla o tan solo imaginando, si fue un sueño, el alcohol, o un difuso lapsus temporal a través de un espejo… pero algo era seguro, ahora pertenecía a si mismo, era inmortal, ya no era dos hombres sino solo la espectral imagen de lo que es y lo que podría haber sido en simultáneo.
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