La tenue luz se filtraba por la puerta. Ruidos ahogados, almohadas sobre su cabello acariciando el éxtasis silenciado, penetrando él el pecado, mientras yo entornaba esa puerta tan muda cómo mi respiración destripada por la opresión de saberlo dentro de su mirada y entonces sus ojos. Entonces los míos ya no míos, deslizando las cortinas de mis lágrimas para no observar lo que transpolaba mis respiración ausente sobre un te amo.
Entonces te amo evanescente porque las pupilas de él posadas sobre el reverberar de sus ojos de cortesana cordial de favores. Entonces, por favor, sé creíble. Hazte de aquél sueño que es la increíble realidad –aunque no lo creas- porque estuve y estabas y me quebraba y no importaba, le dijo.
No, no importa, no lo sabrá. Si el corazón siente los ojos no ven. Ya sé, sé qué dicen. Aún así seguimos jugando hacia el mismo punto, otra vez volver a soñar que esta vida, que no es la misma, es un sueño porque el sueño es, en realidad, la vida en símbolos. Sí, está ahí, pero dónde, cuándo. Entonces no, no es posible o sí lo sería (lo piensa mejor). La realidad es que nos sumergimos en un interminable abismo (como interminables infiernos) de irrealidades tan reales que ahora, acá (y acá cuándo está despierta, también) es irreal.
(Ella sabe que no, que quién mira para arriba utiliza su lóbulo derecho. Creatividad, entonces la puta de la creatividad, algo tan simple cómo imaginar el modo de controlar las pulsaciones que de repente controlan esa ¿suerte? de felicidad en la mentira que hará feliz a, para ustedes, su Dama. Pero duda, bromeando; qué mejor forma habrá de bromar, se pregunta ella cuando él le acaricia el pelo. Pero no le tiembla la mano. Entonces, no le tiembla la mano. Por eso ella. Muñequita de, gracias).
Pasa, repentinamente, de una canción extrema (cómo hirviendo su sangre a fin de que no hierva su irracionalidad pseudo masoquista –aunque todos sabemos que pseudo es obsoleto-) a el suicidio musical. Entonces ahí o antes, pero antes tenía que ser para justificarlo con ángeles que merecen morir, decide que no hay tanta verdad en sus palabras.
Quizás por eso la paranoia o la paranoia quizás sea la qué. Pero ella sabe cuando esa mueca delinea las palabras inexactas, huecas pero no vacías, porque también habla su mirada evasiva cuando, piensa, no lo observo. Habla. Dice que entonces no, que entonces para qué, pero que entonces si desconfiar sería como amarnos y también cómo delinquir el pensamiento que, obseso, penetra él aroma de las lágrimas que, congeladas, censuraban mis ojos por la autor declara que la declaración de otros fue: no podrás ser querida.
A veces despertar temblando, recordando que el onceavo mandamiento, cuando el sueño que traspasó los párpados para imbuirse en los huesos, cala todo el calor de sus brazos rodeándome. Empezar a temblar y asirlo fuerte para que no se vaya, para que su silencio y su calma onírica me juren que no, que el sueño murió con el fuego con el que me observa, solo cuando es real la irrealidad que no quiere morir.
Por qué.