Y se fue diciendo quién sabe qué cosa.
Julio la conocía, si la conocería. Una pendejita, de cuarta edición. Putita. La boca tan voluptuosa, los senos tan duros. Las piernas tan atléticas y esa fragilidad camuflada dentrás de los caprichitos.
Habría que verla cuando se le metía algo en la cabeza. Rompe huevos. Las manos y esos dedos largos, las uñas de rojo, las horas mirando sus pupilas congeladas por la luz que no la zozobra.
Empezaba con sus manos, despacio. Iba duro y parejo a lo que quería. Y lo encendía, de a poco, daba vuelta el círculo para el lado de la perdición.
Después que esto y que lo otro y que quiero y que sabe, qué si no la complacen… Los 125 gramos endulzados y la tablita del dos. Los dedos enmantecados, la leche tibia en los labios tibios.
Las manos ahí, tocando quién sabe que cosa y empezaba a moldear. Bañada en blancura enharinada.
Primero de abajo y de a poquito subia, la muy perra. Qué si ladraba no, aullaba la loca.
Así, lacónica. De repente en silencio. La nueva galaxia estallaba en silencio; y ya sabía, el próximo pasó premeditado. La cajita de fósforos.
A un costado.
Qué si los pierde, mamita.
Los vuelve a olvidar y será de saber que la puta madre, que no va a hacerlo, otra vez, de nuevo. Si la conocía. ¿Y si la conocía?
Otra vuelta de tuerca, porque estaba el espejo.
-Yo solo te quiero mirar, no hay nada malo en eso, y cuando te duermas, para cuando te duermas… -le confesó
Malditos sean. Le habían avisado, la habitación sin espejos, mucho menos en el techo y la perdición de mirarla todo el día en el espejo. Así, alta y tiesa como casi muertita. Nunca cerraba los ojos. El cachorrito sumiso aullando otra vez. Qué el decimocuarto capricho, el decimocuarto piso y el olor que iba por los pasillos alterando a todos, menos ella, ahí pendeja, ahí, quietita, encontrá la cajita de fósforos porque los ojos. Esos ojos que se empiezan a poner vidriosos a través del espejo.
El cuentagotas para bajar la ansiedad. El oxígeno que empieza a faltar y ya empezó hace rato. El primer mareo del día y no hace frío pero tampoco calor y falta el humo.
Dale, dale, prendelo que me pierdo en el retrato. Dale, seguí, vos amasá, vos dale muñequita de torta, seguí.
Y los putos fósforos qué a dónde están y correr por toda la habitación pero las piernas que ya no responden y la mirada perdida en el maldito espejo y ella que no puede decir que sí, así, siempre lacónica y aulla y que si es la perra de la vecina avisando o acaso ella con sus ojitos vidriosos y clavados en un solo punto que se empieza a emancipar por todo el aire y empieza a reemplazarlo despacito y luego rápido con sus manos. El frío en su piel que no se sabe si hace frío o hace calor pero ella así, tan atérmica. Tan puta la pendeja. Tan perra y por ahí se escuchan los aullidos, el llanto que viene y que la hace viva y entonces sabemos que existe, entonces sabemos que alguna vez lo planeó, premeditadamente. Pero ahora se queda solita y va a parar detrás de un vidrio, con la mirada perdida buscando a la próxima víctima que la vea, sin saber que sin calor el plástico no se derrite y ella, que dejó prendido el gas, sin fuego alguno, mientras Julio lo sabía. Desde que la vió, atravesando el espejo.
Ahora la dejaba sola.
110.
Julio la conocía, si la conocería. Una pendejita, de cuarta edición. Putita. La boca tan voluptuosa, los senos tan duros. Las piernas tan atléticas y esa fragilidad camuflada dentrás de los caprichitos.
Habría que verla cuando se le metía algo en la cabeza. Rompe huevos. Las manos y esos dedos largos, las uñas de rojo, las horas mirando sus pupilas congeladas por la luz que no la zozobra.
Empezaba con sus manos, despacio. Iba duro y parejo a lo que quería. Y lo encendía, de a poco, daba vuelta el círculo para el lado de la perdición.
Después que esto y que lo otro y que quiero y que sabe, qué si no la complacen… Los 125 gramos endulzados y la tablita del dos. Los dedos enmantecados, la leche tibia en los labios tibios.
Las manos ahí, tocando quién sabe que cosa y empezaba a moldear. Bañada en blancura enharinada.
Primero de abajo y de a poquito subia, la muy perra. Qué si ladraba no, aullaba la loca.
Así, lacónica. De repente en silencio. La nueva galaxia estallaba en silencio; y ya sabía, el próximo pasó premeditado. La cajita de fósforos.
A un costado.
Qué si los pierde, mamita.
Los vuelve a olvidar y será de saber que la puta madre, que no va a hacerlo, otra vez, de nuevo. Si la conocía. ¿Y si la conocía?
Otra vuelta de tuerca, porque estaba el espejo.
-Yo solo te quiero mirar, no hay nada malo en eso, y cuando te duermas, para cuando te duermas… -le confesó
Malditos sean. Le habían avisado, la habitación sin espejos, mucho menos en el techo y la perdición de mirarla todo el día en el espejo. Así, alta y tiesa como casi muertita. Nunca cerraba los ojos. El cachorrito sumiso aullando otra vez. Qué el decimocuarto capricho, el decimocuarto piso y el olor que iba por los pasillos alterando a todos, menos ella, ahí pendeja, ahí, quietita, encontrá la cajita de fósforos porque los ojos. Esos ojos que se empiezan a poner vidriosos a través del espejo.
El cuentagotas para bajar la ansiedad. El oxígeno que empieza a faltar y ya empezó hace rato. El primer mareo del día y no hace frío pero tampoco calor y falta el humo.
Dale, dale, prendelo que me pierdo en el retrato. Dale, seguí, vos amasá, vos dale muñequita de torta, seguí.
Y los putos fósforos qué a dónde están y correr por toda la habitación pero las piernas que ya no responden y la mirada perdida en el maldito espejo y ella que no puede decir que sí, así, siempre lacónica y aulla y que si es la perra de la vecina avisando o acaso ella con sus ojitos vidriosos y clavados en un solo punto que se empieza a emancipar por todo el aire y empieza a reemplazarlo despacito y luego rápido con sus manos. El frío en su piel que no se sabe si hace frío o hace calor pero ella así, tan atérmica. Tan puta la pendeja. Tan perra y por ahí se escuchan los aullidos, el llanto que viene y que la hace viva y entonces sabemos que existe, entonces sabemos que alguna vez lo planeó, premeditadamente. Pero ahora se queda solita y va a parar detrás de un vidrio, con la mirada perdida buscando a la próxima víctima que la vea, sin saber que sin calor el plástico no se derrite y ella, que dejó prendido el gas, sin fuego alguno, mientras Julio lo sabía. Desde que la vió, atravesando el espejo.
Ahora la dejaba sola.
110.
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